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Estás en el Palau de la Música, templo de la lírica barcelonesa roto por cuatro manos que quisieron demasiado, y crees que tal vez no sea el escenario ideal para lo que el grupo de Tres Cantos tiene que decir. No es que la magnífica cúpula invertida no pueda asistir embelesada al espectáculo garantizado de Vetusta Morla, es que quizás tú necesitas más espacio del que tiene el Palau, es que quizás tu cuerpo pide a gritos agitarse siguiendo cada nota, cada palabra que se escapa entre los labios de Pucho.
Pero suena ‘Los buenos’ y tú decides que sí, que las musas y las otras criaturas que rodean el escenario del Palau son las adecuadas para contemplar las espaldas de los madrileños. ¿Cómo iban a equivocarse en la elección? Pero el público está frío, no sabe cómo reaccionar ante la vuelta de tuerca de un grupo que sabe reinventarse en cada concierto. Para no quemarse, para no quemarnos.
La gente quería moverse, quería ver a Pucho saltar como siempre, a Jorge golpear como siempre, al ‘Indio’ retorcerse como siempre, a Guille, a Juanma y a Álvaro desgarrarse como siempre. Y se encontraron un concierto entre lo acústico y lo eléctrico que iba de menos a más por momentos y que rompía expectativas en cada nueva canción. ¿Cómo? ¿Cómo lo consiguen siempre? Vetusta no olvidó que en sus últimos conciertos en Barcelona, en mayo de 2011, ‘Al respirar‘ fue una de las más extrañadas y con ella sumió al Palau en una dulce calma pero tuvo que llegar ‘Baldosas amarillas’ para que el público dejara de mirarse interrogándose ‘Qué les pasa’. A partir de entonces, y gracias a un simple ‘oh, oh oh, oh oh, oh oh oh oh, ioo ioo’ las miradas afirmaban que Vetusta estaba allí. Se acabó la contención.
Llegó ‘Copenhague‘ y los pocos desubicados que quedaban se ubicaron y se encontraron y se reencontraron con Vetusta Morla, que estaban en Barcelona de nuevo (¡por fin!) y jamás decepcionarán, como demostraron con nuevas melodías para viejos temas, conocidos, poco coreados al inicio por un público cohibido ante la novedad del sonido, algún que otro problema técnico que descafeinó ‘Rey sol’ por falta de batería, y ante uno de los emblemas del modernismo catalán.
De menos a más, del frío al calor, a la rabia, a la locura. El Palau se convirtió en infierno tras ‘Boca en la tierra’, ‘Sálvese quien pueda’ y, sobre todo, ‘Valiente’, que levantó definitivamente, irremediablemente, a todas aquellas almas unidas por un sexteto que insistió en que la energía de sus integrantes no tiene fin.
Llegaron las palabras para las manos ansiosas de Millet y Montull y tenía que sonar entonces, y sonó, ‘El hombre del saco’, canción con la que los chicos dieron paso a los cuatro bises regalados, ansiados. Parte del público, que había abandonado su butaca para desplazarse al pasillo y casi tocar a los componentes, se emocionó con ‘Mi suerte‘, se desgañitó con ‘Lo que te hace grande‘ y enloqueció con el psicodélico final de ‘La cuadratura del círculo’.
Pero no podía acabar ahí. Si había algo que el Palau necesitaba aquella noche en que la magia había ido calando en cada escultura, en cada butaca carmesí, en cada grupo de amigos que se había desplazado hasta allí, era ‘Los días raros‘. Y las primeras notas hicieron el silencio. Porque hay canciones que se cantan y hay canciones que, simplemente, se sienten. Y ‘Los días raros’ se siente, se respira, se instala en la garganta, se mete en cada poro de la piel y te la eriza sin que tú puedas hacer nada por evitarlo. Los días raros son todos en los que no está Vetusta Morla para embellecernos la existencia con una canción. Que no termine nunca esta función.